Iruñea Capital S.A.
“El futuro ‘Edificio Zara’ tendrá
cinco plantas de oferta textil y pisos de lujo en las superiores”
“Vecinos del Casco Viejo
organizan una charla y una concentración contra el hostel de Unzu”
“División entre los grupos ante
la posible instalación de Ikea”
(Titulares de prensa)
Chiquita y
apañada, así era como definían nuestra vieja Iruñea los Tijuana. Pero, ¿pa’ que
quieres más?, apostillaban. Hoy, lamentablemente, parece que podemos dar
por extinguido ese saludable gusto por lo pequeño.
Ha cambiado
mucho nuestra capital desde aquellos últimos años
80: variantes, parkings subterráneos, grandes superficies, centros comerciales,
espacios para el ocio y el espectáculo de masas como Baluarte o Navarra Arena,
surgimiento del fenómeno turístico, nuevos núcleos de población en la comarca,…
Paralelamente hemos visto desaparecer pequeñas tiendas de barrio, puestos en los
mercados municipales, salas de cine o librerías; también, cómo se han
empobrecido los movimientos vecinales así como las relaciones personales y se
han universalizado nuestras formas de ocio y diversión, deteriorando nuestro
modelo festivo.
Todo ello no
sólo supone un cambio formal de la ciudad sino que conlleva una forma muy
distinta de vivir en la misma, pues una ciudad que mercantiliza su espacio
público define las relaciones sociales en función del lucro y de la capacidad de
consumo en lugar de la convivencia o la cultura. Se avanza así a una ciudad
escindida y poco cohesionada en la que conviven la exclusión con la opulencia,
la precariedad laboral con un consumo desbocado, las zonas saturadas de
hostelería con los barrios-dormitorio o las casas vacías con los desahucios.
Todo este
fenómeno es considerado por la práctica totalidad del espectro político como
inexorable, por un lado y, por otro, como un bien, pese a sus efectos
secundarios nocivos. Tanto a nivel institucional como de calle, toda iniciativa
que tienda a la grandiosidad y empuje el desarrollismo parece gozar de una más
que buena aceptación. Por ello, es necesario escuchar y valorar aquellas
iniciativas populares y vecinales que buscan construir una ciudad en la que se
pueda vivir. En este sentido, recientemente hemos podido escuchar la
reivindicación de un paso seguro entre Orkoien e Iruñea o el rechazo a la
gentrificación en el casco viejo.
Por otra
parte, es conveniente señalar el potencial de denuncia y de iniciativa (tanto en
la práctica como en lo discursivo), que contiene el movimiento okupa en la
ciudad. Se han recuperado espacios abandonados, en absoluto desuso, para llevar
a cabo en ellos proyectos colectivos en los que la juventud puede practicar unas
relaciones horizontales, igualitarias y solidarias que ni el mercado ni un marco
legal a él supeditado les posibilitan. Han sido capaces de desobedecer a lo
inexorable del progreso y la modernidad, lo que supone una aportación,
ofreciendo una forma de imaginar nuevas posibilidades frente a esa ciudad gris,
hecha de cemento, gasolina y tarjeta de crédito.
Debemos tener
en cuenta que hay decisiones difícilmente reversibles y cuando se trata de
modificar el espacio público, los cambios que se introducen son duraderos y por
este motivo exigen una reflexión previa. Ahora que nos llega (nos traen), Ikea,
Zara a nivel macro, el Hostel de Unzu,… se trata de inclinar la balanza al lado
de la mesura, de entender que todos estos proyectos no van a hacer otra cosa que
precarizar nuestras formas de vida a nivel urbanístico, laboral, comercial y
vecinal. Se trata de recuperar el gusto por lo chiquito y apañado, para todos y
todas vivir mejor, mucho mejor.
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