DÍGASELO CON FLORES


Habitualmente nos quejamos de nuestras condiciones laborales y salariales, y, aunque en ocasiones lo hacemos con plena razón ya que existe una zona cada vez más extensa de infra-trabajos, lo cierto es que buena parte de nuestra sociedad goza(mos) de altos niveles de consumo, habiendo pasado de reivindicativos a demandantes.

Fuimos reivindicativos cuando nuestras demandas estaban en los umbrales de las necesidades básicas y, por necesarias, estábamos dispuestos a defenderlas aun asumiendo riesgos. Hemos pasado a demandantes cuando nuestras reivindicaciones tienden a defender solamente un nivel de consumo ya entrado en lo superfluo, y pedimos sin convicción, mirando más a lo que tenemos que conservar que a lo que podríamos conseguir, e incluso estando dispuestos a numerosas cesiones con tal de que ese nivel de consumo sufra el menor quebranto.

Pero no solo somos demandantes, poco convencidos, como trabajadores, también somos demandantes, y no poco exigentes, como consumidores. Queremos de todo o casi todo, y en no pequeña cantidad.

Echar una mirada sobre el funcionamiento de cualquiera de los sectores económicos descubre un panorama tan injusto como para que intentemos no verlo o lo hagamos solo cuando nos estalla de forma atroz, como en los casos de Bangladesh o Bhopal, que rápidamente procuramos olvidar. A ese funcionamiento no escapa ni siquiera el negocio (mercado mundial) de algo tan bello, y tan prescindible, como el de las flores.

Las 5.300 hectáreas que en España se dedican al cultivo de flores resultan insuficientes para nuestro consumo, muy insuficientes en fechas señaladas como las de Todos Santos o Día de los Difuntos en que estamos entrando. Tenemos que importar. Buena parte de las flores que consumimos proceden de países como Ecuador, Colombia o Sudáfrica.

Son países que tienen que dedicar parte importante de sus recursos naturales a satisfacer nuestros “caprichos”, en detrimento de sus necesidades propias. Podríamos decir que les resulta más rentable, pero es una rentabilidad surgida de ese endiablado mecanismo del mercado mundial que separa radicalmente el beneficio de la satisfacción de necesidades.

De esos beneficios a quienes hacen las faenas les llega poco: trabajos precarios, muchas veces subcontratados, ritmos crecientes, largas jornadas de hasta 20 horas diarias, en condiciones laborales e higiénicas deplorables y salarios insuficientes. Todo en aras de la competitividad. Naturalmente en aras de la competitividad el sindicalismo o cualquier movimiento de los trabajadores serán duramente represaliados por los estados, ya que perjudica a los intereses generales.

Tampoco esos intereses generales, sus sociedades o países, salen muy beneficiados. Al dedicar recursos de tierras de cultivo y agua a nuestras demandas, desplazan los cultivos tradicionales básicos de alimentación, cuyos productos merman y se encarecen. Además, al producirlas en forma industrial, introduciendo técnicas de ingeniería genética, con un uso intensivo de pesticidas, plaguicidas y otros agentes agro-tóxicos, que no solo afectan a las trabajadoras (65% de las plantillas) que los manipulan, también contaminan los acuíferos y, como todo monocultivo, empobrecen las tierras. Por último, aunque algunos pocos capitalistas locales se enriquezcan, el grueso de los beneficios va a parar a las multinacionales que los comercializan y controlan la cadena de producción y distribución.

Como tantos otros, como todos, el tinglado de las flores se convierte en una máquina de empobrecimientos.

Nos empobrece a nosotros, al ser invadidos cada día más espacios de nuestras vidas por un mercado cada vez más perverso y convirtiéndonos en engranajes de esa maquinaria. El que un gesto de amor u otro de piadoso recuerdo de nuestros allegados difuntos sea traducible, y medible, en dinero es signo de nuestra pobreza.

Empobrece a las flores. Ellas que habían nacido para embellecer sus entornos y a través de ellos la totalidad del mundo, se verán mecanizadas, intoxicadas y obligadas a recorrer decenas de miles de kilómetros en tristes viajes, amazacotadas en oscuros aposentos. Aunque sigan presentándonoslas como flores y consigan su apariencia, lo que depositamos en las tumbas de nuestros difuntos, que pasarán a ser las nuestras, son otra cosa que flores.

Y empobrece el mundo y a sus habitantes, de forma más dura a las comarcas y personas directamente afectadas, pero también en general, arrasando sus recursos, desvirtuando sus finalidades y acreciendo las desigualdades.

Dígaselo con flores, dígaselo con euros.

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