INTOLERANCIA


No es nuevo. Hace unos años existía aunque no con la fuerza con la que se escucha en voces cada vez más cercanas. Nuestras condiciones vitales no estaban tan precarizadas pero esto no nos puede servir de excusa y ni tan siquiera sé si explica nuestro comportamiento. Una corriente criminalizadora del “miserable” avanza de manera realmente implacable. Sirve cualquier noticia que relaciona una prestación económica con un delito para desencadenar comentarios que demuestran una ignorancia absoluta pero que vienen respaldados desde un posicionamiento político claro. Todo vale para dar a entender que hay que adelgazar lo público, que el dinero de todos no puede ser utilizado para dárselo a gentes indeseables que además de no necesitarlo, lo utilizan como tapadera de negocios ilegales.

Todos tienen cochazos, aunque arrastren un carro de chatarra por las calles; todos viven en pisazos, aunque los veamos rebuscar en la basura; no tienen para comer pero nunca les falta el tabaco ni el móvil; ninguno se quiere integrar, aunque nos cambiemos de acera cuando los vemos acercarse, si nos da tiempo, claro, si no optamos por hacer como que no les vemos…

Hay que hablar muy claro: los sectores más débiles de nuestra sociedad, los que conforman la exclusión, nos sobran. Afean nuestras ciudades sentados eternamente en plazas donde juegan nuestras criaturas y descansan nuestros ancianos, parecen estar en permanente alerta buscando un delito por el que decantarse, no generan ningún beneficio y sí enormes problemas de orden público y seguridad, se aprovechan de las ayudas que bien podrían ser para ciudadanos honrados y trabajadores… y a poder ser “de aquí”.

Así, de corrido, puede sonar como feo, ¿no? El problema no es estético, ni mucho menos. El problema reside en que todas en algún momento hemos escuchado este tipo de comentarios y no precisamente por parte de neonazis o por gentes ajenas a nuestros entornos. No. Compañeros de sindicato o de trabajo, familiares, amigos,… se han despachado con comentarios dignos de Marie Lepen. 
 
Es cierto, y tampoco podemos negarlo, que allí donde la miseria se concentra, los problemas inherentes a la misma se multiplican. De acuerdo. También debemos aceptar que las soluciones nunca pasan por desplazar a zonas cada vez menos visibles o alejadas para nuestros delicados sentidos, las bolsas de pobreza que vamos acumulando sobre nuestras espaldas y que no dejan de ser el subproducto social de las economías de consumo, esas economías que hoy día dejan por el camino tiradas a miles de personas en nuestro entorno (ni qué decir tiene en el resto del planeta). La cadena de precariedad-desempleo-pobreza-exclusión es tan clara como el incremento de la desigualdad social. Pero nos resulta más sencillo darle leña al miserable que romper esa cadena.

Pero realmente, ¿sabemos qué hacer con la exclusión?¿Importa realmente la exclusión a nuestra sociedad más allá de la molestia que pueda causar? Socialmente no estamos dispuestos a comprender la fragilidad con la que conviven las personas en exclusión. Una fragilidad que les lleva una y otra vez a cometer las mismas acciones, los mismos errores y que no arreglaremos ni con prisiones ni con manicomios... ni, lamentablemente, con prestaciones. Aceptamos con una normalidad rayana en la locura un tanto por ciento de miseria. Nos parece que jugar con los porcentajes alivia de alguna manera a quien padece la exclusión.

A nadie se le escapa que al ritmo con el que la miseria avanza, todas las soluciones que se implementan actualmente siempre van a resolverse insuficientes y absolutamente injustas. Nos falta conocer. Pero no conocer datos de la pobreza, o los niveles de delincuencia, o de enfermedad mental o de drogodependencias. No. Nos falta conocer a personas que sobreviven en la exclusión para entender lo ridículo de nuestros planteamientos sociales.

No estamos dispuestos a otorgar una, dos, tres o las oportunidades que hagan falta, a personas que a largo de su vida, no han tenido ninguna. Sus vidas truncadas no nos importan, sin embargo, con sus consecuencias nos mostramos implacables. No seríamos capaces de aguantar las condiciones de vida que soportan muchísimas de las personas que criminalizamos sin ton ni son, que viven dos calles más allá de la nuestra o son nuestras vecinas; si, por fuerza o como consecuencia del desempleo, tuviéramos que hacerlo, nuestras formas de actuar tendrían que acabar asemejándose a las suyas. Pasaríamos a tener cochazo, pisazo, movilazo y seríamos criticados hasta por fumar o tomar una cerveza siendo pobres.

El problema de la exclusión no es presupuestario. En la sociedad capitalista actual, los asuntos sociales se acabarán comiendo gran parte del presupuesto general abocando al sector público a una privatización escalonada de facto. La única manera de acabar con la exclusión es alcanzar unas relaciones sociales basadas en la justicia y la igualdad de oportunidades. Invertir nuestros esfuerzos en dignificar los trabajos, tomar el camino del reparto del empleo y de la riqueza, tratando de alcanzar a todo el cuerpo social y no sólo a la dichosa mayoría; reducir nuestros niveles de consumo extraordinariamente; ser capaces de contrarrestrar la falacia que iguala crecimiento económico con bienestar social. Todo ello, apoyándose en programas educativos potentes que formen personas y no trabajadores, compañeros y no competidores, y tratando de avanzar como un cuerpo común, sin dejarnos elementos por el camino.

No estamos ahí, lo sé. No sé si llegaremos a estar ahí alguna vez pero no por ello hemos de cejar en nuestro empeño. Por eso, este es un texto escrito desde la rabia y el inconformismo. Rabia, porque cualquier discurso alternativo al modelo actual acaba sonando, a mí me suena, a “La casa de la Pradera” (tierno y lacrimógeno). Y un inconformismo que me lleva a no aceptar bajo ningún concepto que personas como yo, pero con posibilidades infinitamente menores a las mías, tengan que transcurrir por la vida de manera tan miserable y encima bajo un manto de sospecha absolutamente asqueroso. No lo acepto por más que me lo tenga que “comer con papas”.

Creo que era Einstein (pero pudo ser Charlie Rivel) quien dijo que “una locura es creer que haciendo siempre lo mismo podemos obtener resultados distintos”. Pues eso: no hagamos siempre lo mismo, igual hasta funciona.

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